Al-Andalus: el paraíso perdido de Oriente

Los ecos de la historia musulmana de Andalucía resuenan en nuestros oídos constantemente, como un zumbido de abejas incesante. Los podemos oír en las excelsas catedrales de piedra que revisten antiguas mezquitas, en jardines y alcázares, fuentes y nombres de ríos. Los imperios islámicos rebosaron todas sus tradicionales fronteras y dejaron un testimonio que cruzó de Oriente a Poniente, y trepó hasta Compostela para robar, en acto impío, las campanas catedralicias a los peregrinos cristianos.

Sin embargo, como ya se lamentaba el poeta andalusí Abu al-Baqa viendo cercada su Granada nazarí:

«Siempre decae aquello que culmina, que el placer de vivir no engañe al hombre». 

Este erudito rondeño del siglo XIV, discípulo del gran Ibn al-Jatib, sabía que nada es para siempre. En su «Elegía a Al-Andalus» lamenta, con trágica melancolía, la pérdida de los territorios por parte de las dinastías musulmanas, y dedica palabras de luto por cada bella ciudad andalusí perdida en manos cristianas.

«¿Donde está Sevilla y los placeres que contiene, así como su dulce río, desbordante y lleno?

Los reinos cristianos crecen en envergadura y vigor, y van comiendo territorios al paraíso musulmán más allá del Estrecho de Gibraltar.

El esplendor brillante pero efímero del Califato Cordobés, soberbio de poder, no rendía pleitesía a gobernantes abbasíes. Pero poco a poco los tiempos cambiaron.

Entre un crisol de Reinos de Taifas, pactos y alianzas entre moros y cristianos, impuestos y guerrillas menores, llegaron los grandes imperios beréberes de Marruecos.

Almorávides y Almohades se lanzaron a la restauración de las antiguas fronteras califales. Durante largos años, guerras, coaliciones, treguas y pactos movieron la frontera de Al-Ándalus como si de un hilo de seda se tratara, con trémula fragilidad. Se perdían plazas y se ganaban alcázares, pero en aras de sus propios intereses, los beréberes marroquíes se volvieron a centrar en sus propios asuntos, y finalmente, dejaron a los musulmanes andalusíes frente a la amenaza de reinos cristianos, cada vez más extensos.

Para cuando Abu Al-Baqa escribió su elegía, un reducto musulmán, el reino nazarí de Granada, pedía ayuda desesperada al Imperio de los Benimerines, para poder hacer frente a los infieles.

La Alhambra era en aquel entonces una joya brillante y cercada de peligros. Sus poemas y versos resonaban a trágica derrota, como un ruiseñor encerrado en su jaula aletea desesperado, al presentir la tormenta. El fin de Al-Andalus se acercaba. Los poetas veían su paraíso ya perdido, y como el ruiseñor, nada podían hacer para librarse de su fatal destino.

«El golpeteo de la fuente de la ablución blanca llora de desesperación, como un amante apasionado que llora por la partida de su amada»

Con la entrada del siglo XV, llegaron al cristianismo los alentadores ideales del Renacimiento. El arte, la cultura y la ciencia dejaron de ser feudo de musulmanes y judíos, y al sentirse de nuevo descendientes grandilocuentes del magnánimo Imperio Romano, cada monarquía europea compitió por ser más poderosa que su vecina.

El mundo conocido estaba cambiando de eje, e iba a resolver sus cuitas dando a luz una nueva realidad política. En los territorios peninsulares, un hombre y una mujer que estaban destinados a unirse para siempre, supieron cumplir sus mutuos sueños de grandeza. Isabel de Castilla, por la Gracia de Dios, para los cristianos, y por tormento del demonio para los musulmanes andalusíes, casó con Fernando de Aragón. Aunando fuerzas, reinos, territorios y huestes hicieron posible un nuevo futuro. Esta alianza era una fuerza imparable que el joven Boabdil, rey de Granada, sin apoyos internacionales, no pudo detener.

El 2 de enero del año de los Cristianos de 1492, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, sellaron el fin de una era. Defensores acérrimos, con el beneplácito del Papa, de una península cristianizada, firmaron las Capitulaciones de la Ciudad de Granada. Boabdil había entregado la ciudad, entre otras condiciones, bajo promesa de un trato justo de sus ciudadanos y el respeto de sus propiedades, derechos y creencias religiosas.

Boabdil nunca volvería a ver la ciudad que lo vio nacer, aquella en la que por primera vez amó y en la que derramó sus lágrimas, según nuestra leyenda popular, por vez última. No podemos saber la pena que llevó Boabdil al marchar de su hogar, lleno de fuentes cristalinas y mocárabes labrados. Sin embargo, habiendo visitado los jardines y palacios de la Alhambra, al menos una vez, podemos tener la certeza de que por no querer irse, dejó allí parte de su alma.

Las promesas de respeto y tolerancia religiosa de los Reyes Católicos fueron cayendo en el olvido, pues no casaban para nada con los planes de los gobernantes hispánicos de convertir sus territorios en estandarte inviolable de la unidad cristiana. Sin embargo, el alma nazarí que dejó Boabdil en Granada supo perdurar con el tiempo. Como un fósil pétreo se quedó anclada en el recuerdo, y la ciudad misma se hizo adalid de su herencia mora. Granada cogió ese recuerdo lejano y se aferró a él con fuerza, hasta convertirlo en la joya de su corona.

La belleza exuberante del pasado musulmán de Granada no es algo que pueda ser eclipsado en modo alguno. Cada viajero que ha pisado la ciudad ha caído presa de su hechizo.

No es de extrañarnos, entonces, el poema que Francisco de Icaza, ya en siglo XX, escribió, según se dice, al ver a un mendigo ciego pedir limosna a los pies de la Alhambra:

«Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada»